jueves, 18 de noviembre de 2010

Negras intenciones o ¿de qué sirve la literatura policiaca?


El día que me entregaron el ejemplar de Negras intenciones. Antología del género negro, publicado por editorial Jus, leí un tuit que preguntaba: ¿a quién le sirve otra novela sobre el narco?
Vi junto a la computadora el volumen de pastas negras, con una pistola con punta de estilográfica en la portada, y no pude evitar parafrasear la pregunta: ¿a quién le sirve otro cuento, otros quince cuentos sobre la violencia en México?
Es común que en las presentaciones de libros de este tipo la gente cuestione: ¿por qué hablar de la violencia si ya la vemos todos los días en la vida real, si de ella están llenos los periódicos y los noticiarios? ¿Por qué leerla?
Leo literatura negra porque me gusta, por eso me entusiasmó la invitación a presentar esta antología dentro del Tercer Encuentro de Escritores del Pacífico, pero quizá, y digo quizá, el gusto no es razón suficiente, sobre todo si tengo que convencer a los demás de leer estas historias, y digo convencer, porque de verdad vale la pena leerlas.
Aseguran los que saben, y me refiero a investigadores que han hecho estudios sobre consumo cultural, que la gente lee historias policiacas, negras, de detectives o como quieran llamarlas, por dos razones: una, para evadirse de una vida monótona; y dos, para descifrar su realidad. Negras intenciones puede ser útil para ambos propósitos.
Por ejemplo, el cuento con el que inicia la antología, titulado “Detrás del negro”, nos atrapa con su aparente recuperación de la estructura del relato clásico de detectives: El investigador privado, Sunny Pascual, es contratado, no para resolver, sino para impedir un asesinato.
No falta el tiroteo entre el sabueso mercenario que protege a un cantante y los guaruras de un narco, sólo para descubrir que todos los que tienen el dinero para contratar seguridad privada están del mismo bando. El cuento nos sirve, y digo nos sirve contestando a la pregunta del principio, para darnos cuenta de que en este país hay crímenes peores que los que se cometen con un arma en la mano.
En este libro hay de todo como en botica, están presentes todas las recetas estructurales que desde Allan Poe hasta Paul Auster y James Ellroy han construido el género (o subgénero para no ofender a los puristas). Hay historias lineales y juegos temporales; hay cadáveres y balazos; y a veces hasta ganas de descubrir a la asesino; y digo a veces porque en estos relatos sucede lo que con la justicia mexicana: también hay quien prefiere hacerse de la vista gorda.
Hay principios que pueden servir en los talleres literarios como ejemplo de cómo comenzar una historia: “Quince minutos antes de que su cabeza volara en pedazos por un escopetazo, el policía auxiliar Ceferino Martínez, El Oaxaca, terminó el último rondín de la noche”, dice BEF en su cuento Gorilas, como una muestra de la pericia narrativa que lo llevo a obtener el premio Otra vuelta de tuerca con su novela Tiempo de Alacranes.
Hay personajes complejos como la anciana invalida -en Al fondo del baúl, escrito por Edgar Omar Avilés-, que cita en su casa a un reportero para contarle que “Sí […]: estuve muy cerca de un crimen monstruoso”, y a partir de esa frase, como una nueva Sherezada, va hilando historias que nunca queda claro si son producto de su imaginación o pasaron en realidad, pero encantan con la dosis de morbo necesaria.
Personajes entrañables como el albañil -en El disparate de Orlando Ortiz- que asalta un banco para darle gustos caros a la jovencita con la que anda; y personajes perversos como el policía -en El antojo de J.M. Servín- que decide dejarse llevar por el impulso de acariciarle las piernas a un cadáver.
Hay cuentos que se parecen mucho a un reportaje, como Amores azucarados de Yolanda de la Torre -única mujer antologada-, basado en un el caso del Caníbal de la Guerrero, pero contado desde la perspectiva de la víctima. Hay cuentos que se parecen a una película que ya vimos, como Pistoleros famosos de Paul Medrano -único guerrerense de la antología-, pero que resulta distinta porque la víctima del principio resultó que no era buena gente.
Hay cuentos que más allá de las rubias platinadas en peligro, los cadáveres flotando en la alberca, los policías corruptos, los bármanes metidos a detectives, pertenecen no sólo al género negro, sino a la literatura sin adjetivos, porque construyen un universo entre sus páginas, como El último grito de Tarzán, de Benito Taibo, con el que se cierra esta antología.
En este libro conviven todos los elementos que conforman la literatura policiaca, el género negro, hay acción y suspenso, pero sobre todo, hay un universo que se construye a través de quince miradas, quince historias que nos sirven para repensar el mundo en que vivimos.

viernes, 17 de septiembre de 2010

La huella persistente de Helen Escobedo


Me entero, dos días después, de la muerte de Helen Escobedo. Pienso en un hombre de paja en un parque público, en una procesión de hombres de paja. Los refugiados, se llamó esa instalación que la artista realizó en el parque Moorweide, en Hamburgo, Alemania, en 1997. La recuerdo porque, en noviembre de 2006, la propia artista nos habló de ella.

Helen nos contó que un día, algunas de las figuras amanecieron en el piso, que entonces la gente que visitaba el parque comezó a levantarlas, que a las que no conseguían mantenerse en pie las apoyaban en las figuras que no habían sido derribadas; la procesión de Los refugiados cobró vida.

Helen escobedo estuvo en Puebla en noviembre 2006 para participar en el programa de arte contemporáneo Cambio de Vía, organizado por el Centro Nacional para la Preservación del Patrimonio Ferrocarrilero, en el Museo Nacional de los Ferrocarriles Mexicanos.

La exposición se llamó “El hoy del ayer” y consistió en doce instalaciones elaboradas a partir de objetos relacionados con la cultura ferroviaria, elementos que el museo tenía en las bodegas y que de alguna manera reflejaban “su pasado y su presente” lo que dió título a la exposición.

Les comparto la nota publicada el 10 de noviembre de 2006 en el periódico intolerancia:



Reinterpreta Helen Escobedo el patrimonio ferroviario
La artista pretende “dejar huellas persistentes en la memoria de la gente, no en la materia”


Iris García Cuevas/ Doce instalaciones elaboradas a partir de objetos relacionados con la cultura ferroviaria, conforman la exposición “El hoy del ayer”, con la que la artista Helen Escobedo participa en el programa de arte contemporáneo Cambio de Vía, organizado por el Centro Nacional para la Preservación del Patrimonio Ferrocarrilero, y que se inaugura mañana a las 13:00 horas en el Museo Nacional de los Ferrocarriles Mexicanos.


Pasado y presente del tren

Escobedo, quien recientemente recibió un homenaje por parte de la Universidad Nacional Autónoma de México por los 50 años de su trayectoria artística, explicó que las instalaciones, que se ubicarán tanto en las salas de exposición como en los jardines del recinto, parten de elementos que el museo tenía en las bodegas y que de alguna manera reflejan “su pasado y su presente” lo que da el título a la exposición.

Dijo que “es un poco tomar la parte nostálgica” comenzando por los recuerdos de sus propios viajes por tren cuando era niña a las ciudades de Aguascalientes, Veracruz, Oaxaca y Puebla, para tratar de compartir “el sentimiento tan lindo que los jóvenes de hoy no conocen, porque nunca se han subido en un tren, no saben cómo se siente, cómo vibra de noche”.


Las instalaciones

Para esta exposición se abrió la puerta original de la estación, que se encontraba convertida en una ventana, para que la gente “entre por la calle como se usaba antes”, dentro de la estación se encontrará con un rompecabezas gigante de una locomotora que será armado por el público; también con un “cinito”, donde se exhibirán películas relacionadas con el tren y la gente se sentará en las bancas originales de la estación.

Las siguientes salas utilizan juegos de luz y sombras, una de las constantes de Helen Escobedo, en una de ellas los clavos de riel colgados de un panel puntean en el piso, gracias a la luz, la figura de una locomotora; también se presentarán objetos ferroviarios a contraluz que aunque pueden resultar desconocidos “son maravillosos visualmente”. También habrá juegos de espejos para provocar efectos visuales con los rieles entre otras propuestas.


Arte como retroalimentación

Helen Escobedo comentó que en sus propuestas artísticas siempre trabaja con “lo que ahí está”, porque sus instalaciones son para un público específico en un periodo de tiempo determinado, y de esta manera, una vez que este tiempo, corto o largo, termina, los materiales vuelven a su lugar de origen.

El trabajar con los materiales existentes en el lugar de trabajo implica un reconocimiento del espacio y sus posibilidades, lo que le permite también conocer “los problemas del sitio, los ecos del mismo lugar; lo que busco es ese color, sabores, ruidos, vibraciones que ya ese sitio tiene y que me va a retroalimentar”; para ello, procura no llegar con ideas preestablecidas de lo que será la instalación, sino crearla a partir de las necesidades que encuentra.


Lo importante es la idea

En este sentido la curadora de la muestra, Graciela Schmilchuk —quien recientemente publicó un libro sobre el arte efímero de Helen Escobedo—, comentó que en la obra de esta artista hay “un desplazamiento del proceso creativo a nivel conceptual y de ideas, el desafío es como pensar rápido, imaginar o inventar a partir de materiales dados o posibles” por lo que en ella “el proceso mental es muy importante”.

Explicó también que a diferencia de otros artistas, a Helen Escobedo “no le interesa el aspecto artesanal, trabajar cada cosa con sus manos, sino que lo puede hacer otra persona pero el acabado final tiene un control de calidad absoluto, de manera que la noción de autoría se diluye y se comparte; son ideas que ella expresa y puede delegar su realización”; lo que la artista busca, dijo, “es dejar huellas persistentes en la memoria de la gente, pero no en la materia, no en los objetos sino en los espacios”.

jueves, 20 de mayo de 2010

Letras Revueltas


Debo confesar que antes de la invitación a participar en la mesa Letras Revueltas [dentro del ciclo de/s/generados en la Feria Nacional del Libro de León, Gto.], no se me había ocurrido que mis cuentos tuvieran algo que ver con la obra de José Revueltas. Pero lo cierto es que muchas veces las influencias existen aunque no nos demos cuenta.

Revueltas, dicen los que saben, sigue la línea del realismo ruso, de Dostoievski; también está emparentado con el existencialismo francés, con Sartre. Revueltas, como ellos, leí en algún lado, hace mucho tiempo, aunque en un ensayo sobre otro escritor, se encarga de dibujar “la maldad nuestra de cada día”. Pensando en eso, sí, definitivamente, soy una heredera de Revueltas.
Podemos decir que el desencanto es uno de los rasgos característicos en la obra de José Revueltas. Él habla de lo que ve, sin maquillarlo, sin embellecerlo. Es lo que Evodio Escalante llamó “el lado moridor”, esa tendencia a mostrar los aspectos negativos de la realidad. Es por los temas, más que por las cuestiones formales, supongo, por lo que puedo asociar mi trabajo al del autor de El Apando. Esta tendencia a mostrar “lo malo” es para mí, más que una elección, una necesidad. A todos, creo, nos intriga que el mal, en sus múltiples versiones, entre ellas el crimen, la violencia; exista, leemos al respecto para ver si encontramos un porqué.
En un entrevista sobre su obra, al hablar de Los días terrenales, donde critica a la izquierda mexicana y particularmente al PCM, del cual fue militante, Revueltas dijo que el enojo de sus compañeros se debió a que ellos “querían bellos y perfectos revolucionarios”, como no halló a ninguno, habló de los que había. A veces eso pasa, quisiéramos hablar de lo bello, de lo bueno, pero no nos queda más que hablar de lo que hay, y a veces, lo que hay, son muchas cosas malas.
Pero no se trata de decir que es esta sociedad en particular, este tiempo y este espacio concretos o los errores de un sistema político, los que generan el mal, porque al final de cuentas, desde el génesis bíblico encontramos en la literatura la presencia del crimen, de la violencia, eso quiere decir que la maldad no es un atributo de una sociedad o un grupo, sino parte de la condición humana, de nuestro ser individual.
Dicen los estudiosos, que los de Revueltas son personajes “lumpenproletarizados”. Se trata de prostitutas, delincuentes, “acumuladores de lo negativo”. En eso también coincido. Son estos seres los que llaman mi atención, pero no como depositarios absolutos de la maldad social, porque sabemos, al menos desde principios del siglo XX, con las posturas filosóficas preexistencialistas, con Soren Kierkegaard, por ejemplo, que no es la sociedad la que está dividida en buenos y malos, sino que es el hombre mismo, el individuo, el que enfrenta en su interior esta dicotomía. La pregunta que se plantea, que me hago cada vez que escribo, y también cuando leo algunas obras, es porque, en ciertas circunstancias, optamos por el lado negativo y si realmente se trata de una opción o del único camino disponible para algunos, quizá, porque es el único camino conocido.
A quienes estamos en esta mesa se nos preguntó a cuales de los escritores contemporáneos colocaríamos dentro de la tradición de José Revueltas. Creo, ahora que lo pienso, que el llamado neopolicial mexicano con sus múltiples exponentes, es deudor de su obra. La herencia de Revueltas está en el compromiso asumido por algunos autores de develar la realidad social en su obra literaria, de hablar de lo malo con un afán de denuncia, de mostrar el cinismo o la negación ante la realidad social en algunos personajes, para evitar caer en el cinismo o en la negación en nuestra vida cotidiana, se trata pues, de seguir mostrando a través de la literatura, “la maldad nuestra de cada día”.

sábado, 8 de mayo de 2010

Ojos que no ven, corazón desierto

Les comparto este texto de Jaime Ignacio López, leído el viernes 7 de mayo 2010, en Cuajinicuilapa, Gro., durante la presentación del libro "Ojos que no ven, corazón desierto".
Ojos que no ven, corazón desierto: homo culerus
Mientras leía "Ojos que no ven, corazón desierto", fui un pajarillo hechizado por una serpiente de diez cabezas. Sin duda alguna, afirmo, es un libro fascinante.
Es un volumen en cuyas vísceras palpitan una decena de relatos escritos sin concesiones, con una prosa casi minimalista, hecha de frases cortas y lacónicas. Son evidentes, el poco uso de las conjunciones copulativas, el vocabulario austero, coloquial y, la agradecible omisión de inutilidades retóricas.
Los textos son breves, a horcajadas del cuento y el relato decimonónicos, se puede decir que, transita sin preocupación alguna ente ambos géneros y por supuesto, si fuera bibliotecario municipal, me vería obligado a colocar "Ojos que no ven, corazón desierto" en el casillero de "novelas policíacas" muy cerca de Paco Ignacio Taibo Segundo y a buena distancia de doña Elvira Bermúdez.
Poco importa la tridimencionalidad de los personajes, a menudo solo un nombre, la autora los mueve a placer según las necesidades de la anécdota, y a mi como lector poco me importan como seres de carne y hueso, cuando las historias narradas desafían mi capacidad de asombro y no sólo me conmueven, sino me estremecen, me encabronan, me avergüenzan como varón y ser humano.
Salvo un par de excepciones, los protagonistas son despreciables. Son verdugos o víctimas y no pocas veces sufren ambas condiciones al horrísono. Los peores son inmorales y amorales el resto.
Los hombres son una basura ejerciendo una escatológica violencia. Desde el poder, sea institucional o fáctica, del crimen. Ni que decir de la violencia de género, la más cruel y despiadada.
Pese a la condición femenina de la autora -me parece-, escribió sus textos a navajazos, con una tinta hecha de sangre y testosterona. No denuncia, sino arroja al criminal y las evidencias de sus crímenes a la cara de un país enfermo y a nosotros mismos, quizás insensibles al espanto social que nos envuelve.
Iris García Cuevas, nos entrega un libro extraordinario. Si bien denso y oscuro en su fondo, es luminoso y gozoso por su calidad literaria y por añadidura, no tengo duda que logra su objetivo... "definir como es de culero el ser humano".

lunes, 26 de abril de 2010

No me preguntes como pasa el tiempo: Entrevista a José Emilio Pacheco*


A principios de los años ochenta, en la contraportada de la revista Sábado, apareció un poema de José Emilio Pacheco titulado “Por qué no doy entrevistas”, a más de dos décadas, dice el autor de Las batallas en el desierto, “la vida me refuta”, y accede a hablar sobre su poesía, a la que sigue considerando como lanzar una botella al mar, “no sabes si se va a perder o la va a recoger alguien”.
En cuanto a las entrevistas, insiste: “en mis tiempos ser escritor consistía en escribir, no era dar conferencias; no sé dar entrevistas ni tampoco sé leer en voz alta; no es que me esté haciendo o que quiera quedar bien; es una cosa totalmente nueva para mí y que nunca voy a aprender. Es como hablar un idioma”.

Vocación del poeta
Cuando se le pregunta “¿por qué escribir poesía?”, el también narrador no vacila la respuesta: “porque tienes una vocación ―afirma―, no puedes tener un plan concreto; yo no pienso en escribir poesía para generar premios o para que me estén entrevistando, eso es imposible, y si lo haces no te sale, no te sale”.
Señala que aunque la literatura de alguna manera registra los cambios que ocurren en el mundo, “no es una cosa tan deliberada. Yo no me puedo levantar ahora y decir: ‘Voy a escribir esta tarde un poema sobre la situación de México en julio de 2006’. Tiene que ser mucho más espontáneo”.

La política y el amor
“La poesía puede ser lo que tú quieras ―indica―, lo que te salga. Lo que yo no te puedo imponer es que escribas un poema político o que no escribas poemas políticos. La mayoría de los poemas políticos son muy malos, de acuerdo, pero también son muy malos la mayoría de los poemas de amor ―ríe―; entonces, a nadie le puedes prohibir que escriba poemas de amor.”
Se trata, dice “de instantes diferentes y, además, dependen del talento del autor, pero también dependen de la suerte. Es como lo de la inspiración. Es evidente que no existe la inspiración, pero es evidente también que, a veces, salen bien unas cosas y otras no”.

Premios por añadidura
A pesar de que José Emilio Pacheco no se haya propuesto deliberadamente obtener el reconocimiento por su trabajo literario, este ha llegado por añadidura; y su nombre puede leerse entre quienes han obtenido premios tales como el Xavier Villaurrutia por libro publicado, el Malcolm Lowry para trayectoria en el campo del ensayo y el premio José Asunción Silva al mejor libro de poemas en español publicado, por mencionar algunos.
Apenas el año pasado recibió en España el Federico García Lorca; “lo agradable del premio ―comenta―, en un momento de desconfianza universal sobre los premios, es decir: el premio me lo da un jurado y el año próximo yo soy jurado y se lo doy al que me premió; la maravilla del premio Lorca es que me propuso una sociedad de jóvenes poetas de la Universidad de Granada que yo no conocía, y me lo dieron gente que no conozco, así que no hubo ninguna posibilidad de corrupción”.

Explosión literaria
El autor de "No me preguntes cómo pasa el tiempo", llegó a Puebla el pasado martes, y una de sus primeras actividades en esta ciudad fue adquirir libros de las editoriales locales para darse una idea de lo que se está escribiendo en la entidad, lo que muestra su interés por lo que pasa en la literatura nacional más allá del centralismo impuesto por el Distrito Federal.
En este sentido, el autor de Los elementos de la noche, dice sobre la literatura mexicana contemporánea: “Yo lo que veo es una explosión de actividad literaria en todas partes” algo que “contrasta mucho con la situación económica y social del país”; se trata además de una actividad literaria de “gran calidad”, asevera.

Falta de comunicación
“El problema”, señala “no es tanto de apoyo como de distribución, que lleguen las cosas al público”, es por ello que en México “es difícil” darse cuenta de lo que está pasando en la literatura en todo el país “porque no hay comunicación; y eso en ciudades importantes: Puebla, Guadalajara, Monterrey; un libro de Guadalajara no llega a Monterrey”.
Señaló que “dentro del país ocurre lo que entre todos los países hispanoamericanos, no hay circulación entre ellos. Para que algo se difunda en todas partes necesita venir de España” y agregó que sucede “una cosa muy extraña: hace más de un siglo, a fines del siglo XIX que las comunicaciones eran verdaderamente imposibles, había una comunicación entre los poetas centroamericanos que no existe ni siquiera ahora en la época de internet” y esto gracias a los suplementos y las revistas literarias.

Falta crítica literaria
Para José Emilio Pacheco los suplementos literarios cumplen “una función importantísima, yo trabajé toda mi vida en suplementos literarios, entonces me parece un drama ahora que desaparecen los suplementos, y en cambio lo que abundan son estas revistas verdaderamente obscenas de gente riquísima que exhibe su poder, eso me parece muy irresponsable”.
El también ensayista considera “terrible” que “todos los jóvenes, y también gente mayor, los mismos escritores del Crack, Pedro Ángel Palou; no tienen reseñas, no hay quien reseñe los libros, hay miles de entrevistas, y es que la entrevista ha sustituido la reseña, nosotros a los 18 años cuando sacábamos un libro, teníamos ocho reseñas, a favor o en contra, pero se reseñaba, y si no hay reseña menos crítica. O hay crítica que tiene su razón de ser, yo no estoy en contra de la reseña universitaria, pero es una crítica que se queda dentro de la universidad, no llega al público”.

Fuera de mercado
Cuando se le pregunta si hay lectores para la poesía responde: “Nunca ha habido, es un mito que antes era una situación ideal para los poetas, en la época de Leopoldo Lugones y de Rubén Darío, los grandes libros que hoy son clásicos, eran (ediciones de) 500 ejemplares”.
“Por donde deberíamos comenzar ―dice― es porque la poesía es la única de las artes que está fuera de mercado, porque cómo vamos a poner, ya no digamos al Código da Vinci, a Dan Brown frente a cualquier novelista mexicano, no puedes juzgar con ese criterio, porque entonces no publicas ningún libro que no garantice ese éxito de público.”
Otro de los mitos, asevera, es que los poetas escriben para ser leídos por los otros poetas: “si cada poeta mexicano leyera a los poetas mexicanos, cualquier libro sería un best seller, por lo menos 15 mil ejemplares”.

La poesía se recuerda
La única ventaja de la poesía sobre los otros géneros, es que la poesía se recuerda: “Yo tengo ahora algo que a lo mejor parece muy reaccionario, muy de viejito, que es una defensa del verso, pero oye por qué: me encontré ahora, en un libro que compré ayer, el conflicto de la universidad de Puebla visto en la revista Siempre!, entonces lo ponen en prosa y no se dan cuenta que es verso; no recuerdan que el verso tiene un sentido, que el verso es memorable, por eso los refranes están en verso para ser recordados: No por mucho madrugar amanece más temprano; camarón que se duerme se lo lleva la corriente. Si tú quitas un elemento de eso, se te borran”.
José Emilio Pacheco estuvo en Puebla para ser homenajeado ayer dentro de las actividades de las Primeras Jornadas Internacionales de Poesía Latinoamericana; también recibió copia de la cédula real por parte del ayuntamiento de la ciudad de Puebla, y al final de la jornada y también como parte de este homenaje, el escritor Alejandro Palma dio lectura al poema “No me preguntes cómo pasa el tiempo”.

*Entrevista publicada en Intolerancia Diario el 13 de julio de 2006

sábado, 6 de marzo de 2010

El detective en la literatura: tres formas de aprehender al asesino


París. La cuarta década del siglo XIX. Dos mujeres son brutalmente asesinadas en el interior de su departamento. La puerta fue cerrada por dentro pero el asesino escapó de alguna forma. La indagación policiaca resulta ineficaz. Encontramos aquí el planteamiento de toda narrativa de detección: El crimen como enigma.
No lejos de ahí, un joven aristócrata, solitario y melancólico, se entrega con devoción a la lectura y al ejercicio de su poder analítico. Los crímenes de la calle Morgue se le presentan como un reto para su capacidad deductiva. Los asesinatos tienen el mismo peso que un acertijo o un problema matemático.
Con la trilogía protagonizada por Auguste Dupin, iniciada en 1841 por Edgar Allan Poe, se inaugura la narrativa de detección. Aparece una figura sin precedentes: el investigador o detective, ese ente solitario que se ocupa, desde hace casi dos siglos, de restaurar el orden perturbado por el crimen.
El detective se ha trasformado desde entonces. En los tiempos de Poe, el mal se originaba en todo aquello contrario a la razón: pasión e instinto encabezaban la lista. A Dupin le basta su capacidad de raciocinio y la amplitud de su conocimiento enciclopédico para encontrar la solución a cualquier enigma: Nada se escapa a una mente bien educada.
Este modelo se perfecciona con Sherlock. Arthur Conan Doyle presenta a su criatura en 1887, Estudio en escarlata es la primera de 60 historias protagonizadas por el inquilino del 221 bis de la Baker Street. De inmediato, Holmes se deslinda de su predecesor, considera a Dupin un hombre vulgar. No bastan las cualidades innatas, la capacidad deductiva puede ser incluso una cuestión de herencia genética, hace falta un método para hacer de la profesión de policía una ciencia eminentemente exacta.
Si Dupin es el raciocinio, Holmes es el método científico propuesto por el pensamiento ilustrado. Entiende el crimen como un fenómeno que debe comprenderse. Debe atrapar la pista de ese hilo teñido en sangre y poco a poco ir desenredándolo de entre la madeja humana para cortarlo, aislarlo de lo demás y estudiarlo después detenidamente.
Para los detectives del XIX, el crimen es un enigma desprovisto de interpretaciones morales. Pero los tiempos cambian y la visión del mundo se transforma. Freud demuestra que los actos humanos no tienen siempre una lógica aprehensible a simple vista, Kierkegaard da nombre algo desconocido para el hombre decimonónico pero ya presente: la angustia existencial. Los investigadores deben ahora darse a la tarea de instalarse en el alma de quien comete el acto criminal, tomar en cuenta la influencia de la psicología y del medio social.
En este contexto se presenta un inocuo curita originario de Essex: El padre Brown. Creado por G. K. Chesterton en 1911, el sacerdote católico protagoniza cinco volúmenes de relatos, en los que triunfa merced a su profundo conocimiento de la naturaleza humana. Es la respuesta a sus predecesores. El mal existe en el alma del hombre, se manifiesta a través del pecado que es el origen de todo crimen. No bastan la razón o la ciencia para combatirlo, hace falta virtud.
Brown es la antítesis de los detectives de la época: un hombre intuitivo y devoto, no absolutamente racional ni escéptico, que busca develar el misterio representado por el crimen, no para atrapar al criminal, sino para salvarlo. En la mayoría de los casos parece estar ahí por equivocación, pero a veces viene bien ser la persona adecuada en el lugar equivocado, dice.
Con menos amor al prójimo pero la misma capacidad de escudriñar el interior de los otros, Philo Vance ejerce su trabajo de investigador. El arrogante policía creado por S. S. Van Dine en 1920, protagonista de El crimen de Benson, El visitante de media noche y una decena de novelas más, hace de la psicología su principal arma. Mientras el padre Brown observa en silencio, casi sin ser percibido, Vance irrita deliberadamente, busca que los implicados en un caso lleguen al límite, los provoca hasta que el criminal salta y se descubre a sí mismo.
Estos detectives que fundamentan su investigación en la psicología, ya sea de manera intuitiva o estudiada, así como los investigadores racionales, se enfrentan a un mundo donde el crimen es una anomalía que puede corregirse. Aprender al criminal significa acabar con el mal. Sin embargo, después de la Primera Guerra Mundial el orden de cosas se trastoca: con la crisis económica imperante, la corrupción y el crimen se vuelven parte sustancial del sistema, su resultado y no un accidente. Hace falta otro tipo de investigador para enfrentar este nuevo orden tan parecido al caos.
En 1930 se publica El halcón maltes de Dashiell Hammett, novela protagonizada por Sam Spade, el Satanás rubio, un tipo solitario, desencantado de la vida, con un código de ética personal al margen de la sociedad corrompida a la que pertenece. Asistimos al nacimiento de un nuevo enfoque en la narrativa de detección. Influido por el realismo negro estadounidense, el detective de Hammett deja atrás el optimismo positivista de sus antecesores.
Las habilidades de Spade incluyen la capacidad de dejar inconsciente a un hombre con un golpe, allanar departamentos y mentir con descaro. En esto se centra la característica definitoria del detective: en este nuevo mundo la lógica y la psicología de nada sirven sin la dosis requerida de astucia y malos modos. El método tampoco es ortodoxo, consiste en arrojar, violenta e impredeciblemente, una barra de hierro en medio de la maquinaria para hacerla saltar y ver qué sucede.
En los casos resueltos por Dupin, Holmes o el padre Brown vemos que es posible que los criminales utilicen su inteligencia con fines “equivocados”; Spade, por el contrario, hace uso de la violencia y el engaño para fines “correctos”. Lo bueno y lo malo no se definen aquí por los medios empleados o por el camino seguido, sino por los resultados. Será lo correcto siempre y cuando al final se haga justicia. Quien quiere el fin, quiere los medios, dice, y la finalidad es desarticular, al menos en parte, la maquinaria criminal.
Con Raymond Chandler y la creación de Philip Marlowe llegamos a la consolidación de la figura del detective duro. Su presentación oficial es El sueño eterno, publicada en 1939, a la que siguen siete novelas más. Chandler nos muestra a un ser que se cuestionan sus obligaciones en un mundo corrompido. Estas circunstancias hacen más difícil la tarea del investigador. No soy Sherlock Holmes o Philo Vance. No espero ir a un terreno que ha sido ya cubierto por la policía, recoger la punta de una pluma rota y convertir eso en un caso, dice.
Marlowe es valeroso y honesto, el ideal del detective integro. Su interés es llegar al fondo de las cosas. Sabe que lo correcto es saltar a la cloaca, si es necesario, y hacer una limpieza profunda, en un intento por rescatar cualquier rasgo de bondad que aún no haya sido contaminado. Sabe que la integridad no es una cuestión institucional, porque las instituciones policiacas ya han sido corrompidas. Debe hacerlo a su manera, aunque eso implique quebrantar algunas reglas.
Faltan algunos nombres: Hércules Poirot, Ellery Queen y el comisario Maigret, por ejemplo, pero es imposible abarcarlos a todos. Basten los dichos para percatarnos que existen tres formas de atrapar al asesino: el método deductivo, limpiamente racional, basado en pistas e indicios; la pesquisa psicológica fundada sobre el conocimiento de la condición humana; y la violencia, único recurso posible cuando el mundo se convierte en campo de batalla. Cada detective elige el que más le conviene o hace una versión personal con la mezcla adecuada para sus circunstancias.
En México, los detectives inician sus investigaciones un siglo después que sus homólogos sajones. La década de los cuarenta marca el inicio de las pesquisas. Máximo Roldan y Teódulo Batanes son los primeros sabuesos mexicanos. Comparten el año de nacimiento: 1946. Aprendieron las técnicas empleadas por gringos e ingleses, pero les dieron un toque nacional.
Roldán, protagonista de los relatos de Antonio Helú en La obligación de asesinar, “presta sus servicios” a la policía para descubrir atentados, desenmascarar asesinos y atrapar ladrones. Emplea el método psicológico. Podría aseverar, junto al comisario Maigret, que revelan más las reacciones de alguien frente a una afirmación, que sus respuestas a una pregunta específica. Es experto en sacar la sopa, diría él mismo en su lenguaje coloquial, mete hilo para sacar hebra y así se entera de lo necesario para resolver el crimen. Aunque utiliza estrategias y métodos deductivos dignos de Sherlock Holmes y Philo Vance, Roldan es descendiente de Arsenio Lupin, el ladrón creado por Maurice Leblanc: Se interesa en aprehender a los delincuentes, no por un sentido de justicia, sino para apoderarse del botín.
En las cuatro historias protagonizadas por don Teódulo Batanes, Rafael Bernal sigue los pasos de Chesterton. El antropólogo asiste a los crímenes por mera casualidad. No es la inteligencia lo que pone a Batanes tras la pista del asesino, sino su capacidad de escuchar lo que las personas quieren decir y fijarse en detalles aparentemente insignificantes. El antropólogo mexicano, lo mismo que el sacerdote inglés, se considera un instrumento de Dios, pero con un objetivo más modesto: Brown intenta salvar el alma del criminal, Batanes sólo busca que se haga justicia. La variante en las historias de Bernal es que existe siempre la posibilidad de que el crimen quede impune o paguen justos por pecadores.
A esta primera generación de detectives mexicanos pertenecen también Péter Pérez, parodia de Skerlock Holmes, creado por Pepe Martínez de la Vega; Armando H. Zozaya, de María Elvira Bermúdez, y Chucho Cardenas, cuyas historias fueron firmadas por Leo D’Olmo; estos últimos, reporteros aficionados a resolver casos criminales. El rasgo común de esta generación es el sentido del humor con el que miran las peculiaridades del sistema mexicano. Son personajes optimistas, tienen fe en que las cosas mejoren, en que el orden social pueda ser restablecido.
La segunda generación también se inicia con un personaje de Rafael Bernal, Filiberto García en El complot mongol, publicado en 1969, año en que la fe en el buen funcionamiento del sistema mexicano ya no es tanta. Empieza a sentirse la influencia de Sam Spade y Philiph Marlow, la presencia del desencanto. Más que un policía, Filiberto es un matón a sueldo, no tiene la preparación de los gringos, no lo han enseñado a matar, a los policías mexicanos los contratan porque ya saben, dice. El método empleado es la violencia.
En esta misma tesitura está Héctor Belascoaran Shayne, de Paco Ignacio Taibo II, que inicia sus pesquisas en 1976 con la publicación de Días de combate. Le siguen Ifigenio Causel de Rafael Ramírez Heredia y Vicente Camacho de José Zamora; que hicieron sus primeras apariciones públicas en 1979, con Trampa de metal y El collar de Jessika Rockson, respectivamente.
Esta segunda generación, nacida después de los movimientos del 68 y 71, muestra un país en el que ni siquiera los investigadores de novela son capaces de encontrar algo a lo que pueda llamarse orden social. Siguen la técnica de los detectives duros: rompen algunas reglas y se arrojan, como barras de hierro, contra la maquinaria, pero lejos de hacer saltar el sistema en pedazos son expulsados de él como piezas sobrantes; y el mal, convertido en sistema, sigue su curso.