jueves, 18 de noviembre de 2010

Negras intenciones o ¿de qué sirve la literatura policiaca?


El día que me entregaron el ejemplar de Negras intenciones. Antología del género negro, publicado por editorial Jus, leí un tuit que preguntaba: ¿a quién le sirve otra novela sobre el narco?
Vi junto a la computadora el volumen de pastas negras, con una pistola con punta de estilográfica en la portada, y no pude evitar parafrasear la pregunta: ¿a quién le sirve otro cuento, otros quince cuentos sobre la violencia en México?
Es común que en las presentaciones de libros de este tipo la gente cuestione: ¿por qué hablar de la violencia si ya la vemos todos los días en la vida real, si de ella están llenos los periódicos y los noticiarios? ¿Por qué leerla?
Leo literatura negra porque me gusta, por eso me entusiasmó la invitación a presentar esta antología dentro del Tercer Encuentro de Escritores del Pacífico, pero quizá, y digo quizá, el gusto no es razón suficiente, sobre todo si tengo que convencer a los demás de leer estas historias, y digo convencer, porque de verdad vale la pena leerlas.
Aseguran los que saben, y me refiero a investigadores que han hecho estudios sobre consumo cultural, que la gente lee historias policiacas, negras, de detectives o como quieran llamarlas, por dos razones: una, para evadirse de una vida monótona; y dos, para descifrar su realidad. Negras intenciones puede ser útil para ambos propósitos.
Por ejemplo, el cuento con el que inicia la antología, titulado “Detrás del negro”, nos atrapa con su aparente recuperación de la estructura del relato clásico de detectives: El investigador privado, Sunny Pascual, es contratado, no para resolver, sino para impedir un asesinato.
No falta el tiroteo entre el sabueso mercenario que protege a un cantante y los guaruras de un narco, sólo para descubrir que todos los que tienen el dinero para contratar seguridad privada están del mismo bando. El cuento nos sirve, y digo nos sirve contestando a la pregunta del principio, para darnos cuenta de que en este país hay crímenes peores que los que se cometen con un arma en la mano.
En este libro hay de todo como en botica, están presentes todas las recetas estructurales que desde Allan Poe hasta Paul Auster y James Ellroy han construido el género (o subgénero para no ofender a los puristas). Hay historias lineales y juegos temporales; hay cadáveres y balazos; y a veces hasta ganas de descubrir a la asesino; y digo a veces porque en estos relatos sucede lo que con la justicia mexicana: también hay quien prefiere hacerse de la vista gorda.
Hay principios que pueden servir en los talleres literarios como ejemplo de cómo comenzar una historia: “Quince minutos antes de que su cabeza volara en pedazos por un escopetazo, el policía auxiliar Ceferino Martínez, El Oaxaca, terminó el último rondín de la noche”, dice BEF en su cuento Gorilas, como una muestra de la pericia narrativa que lo llevo a obtener el premio Otra vuelta de tuerca con su novela Tiempo de Alacranes.
Hay personajes complejos como la anciana invalida -en Al fondo del baúl, escrito por Edgar Omar Avilés-, que cita en su casa a un reportero para contarle que “Sí […]: estuve muy cerca de un crimen monstruoso”, y a partir de esa frase, como una nueva Sherezada, va hilando historias que nunca queda claro si son producto de su imaginación o pasaron en realidad, pero encantan con la dosis de morbo necesaria.
Personajes entrañables como el albañil -en El disparate de Orlando Ortiz- que asalta un banco para darle gustos caros a la jovencita con la que anda; y personajes perversos como el policía -en El antojo de J.M. Servín- que decide dejarse llevar por el impulso de acariciarle las piernas a un cadáver.
Hay cuentos que se parecen mucho a un reportaje, como Amores azucarados de Yolanda de la Torre -única mujer antologada-, basado en un el caso del Caníbal de la Guerrero, pero contado desde la perspectiva de la víctima. Hay cuentos que se parecen a una película que ya vimos, como Pistoleros famosos de Paul Medrano -único guerrerense de la antología-, pero que resulta distinta porque la víctima del principio resultó que no era buena gente.
Hay cuentos que más allá de las rubias platinadas en peligro, los cadáveres flotando en la alberca, los policías corruptos, los bármanes metidos a detectives, pertenecen no sólo al género negro, sino a la literatura sin adjetivos, porque construyen un universo entre sus páginas, como El último grito de Tarzán, de Benito Taibo, con el que se cierra esta antología.
En este libro conviven todos los elementos que conforman la literatura policiaca, el género negro, hay acción y suspenso, pero sobre todo, hay un universo que se construye a través de quince miradas, quince historias que nos sirven para repensar el mundo en que vivimos.