sábado, 6 de marzo de 2010

El detective en la literatura: tres formas de aprehender al asesino


París. La cuarta década del siglo XIX. Dos mujeres son brutalmente asesinadas en el interior de su departamento. La puerta fue cerrada por dentro pero el asesino escapó de alguna forma. La indagación policiaca resulta ineficaz. Encontramos aquí el planteamiento de toda narrativa de detección: El crimen como enigma.
No lejos de ahí, un joven aristócrata, solitario y melancólico, se entrega con devoción a la lectura y al ejercicio de su poder analítico. Los crímenes de la calle Morgue se le presentan como un reto para su capacidad deductiva. Los asesinatos tienen el mismo peso que un acertijo o un problema matemático.
Con la trilogía protagonizada por Auguste Dupin, iniciada en 1841 por Edgar Allan Poe, se inaugura la narrativa de detección. Aparece una figura sin precedentes: el investigador o detective, ese ente solitario que se ocupa, desde hace casi dos siglos, de restaurar el orden perturbado por el crimen.
El detective se ha trasformado desde entonces. En los tiempos de Poe, el mal se originaba en todo aquello contrario a la razón: pasión e instinto encabezaban la lista. A Dupin le basta su capacidad de raciocinio y la amplitud de su conocimiento enciclopédico para encontrar la solución a cualquier enigma: Nada se escapa a una mente bien educada.
Este modelo se perfecciona con Sherlock. Arthur Conan Doyle presenta a su criatura en 1887, Estudio en escarlata es la primera de 60 historias protagonizadas por el inquilino del 221 bis de la Baker Street. De inmediato, Holmes se deslinda de su predecesor, considera a Dupin un hombre vulgar. No bastan las cualidades innatas, la capacidad deductiva puede ser incluso una cuestión de herencia genética, hace falta un método para hacer de la profesión de policía una ciencia eminentemente exacta.
Si Dupin es el raciocinio, Holmes es el método científico propuesto por el pensamiento ilustrado. Entiende el crimen como un fenómeno que debe comprenderse. Debe atrapar la pista de ese hilo teñido en sangre y poco a poco ir desenredándolo de entre la madeja humana para cortarlo, aislarlo de lo demás y estudiarlo después detenidamente.
Para los detectives del XIX, el crimen es un enigma desprovisto de interpretaciones morales. Pero los tiempos cambian y la visión del mundo se transforma. Freud demuestra que los actos humanos no tienen siempre una lógica aprehensible a simple vista, Kierkegaard da nombre algo desconocido para el hombre decimonónico pero ya presente: la angustia existencial. Los investigadores deben ahora darse a la tarea de instalarse en el alma de quien comete el acto criminal, tomar en cuenta la influencia de la psicología y del medio social.
En este contexto se presenta un inocuo curita originario de Essex: El padre Brown. Creado por G. K. Chesterton en 1911, el sacerdote católico protagoniza cinco volúmenes de relatos, en los que triunfa merced a su profundo conocimiento de la naturaleza humana. Es la respuesta a sus predecesores. El mal existe en el alma del hombre, se manifiesta a través del pecado que es el origen de todo crimen. No bastan la razón o la ciencia para combatirlo, hace falta virtud.
Brown es la antítesis de los detectives de la época: un hombre intuitivo y devoto, no absolutamente racional ni escéptico, que busca develar el misterio representado por el crimen, no para atrapar al criminal, sino para salvarlo. En la mayoría de los casos parece estar ahí por equivocación, pero a veces viene bien ser la persona adecuada en el lugar equivocado, dice.
Con menos amor al prójimo pero la misma capacidad de escudriñar el interior de los otros, Philo Vance ejerce su trabajo de investigador. El arrogante policía creado por S. S. Van Dine en 1920, protagonista de El crimen de Benson, El visitante de media noche y una decena de novelas más, hace de la psicología su principal arma. Mientras el padre Brown observa en silencio, casi sin ser percibido, Vance irrita deliberadamente, busca que los implicados en un caso lleguen al límite, los provoca hasta que el criminal salta y se descubre a sí mismo.
Estos detectives que fundamentan su investigación en la psicología, ya sea de manera intuitiva o estudiada, así como los investigadores racionales, se enfrentan a un mundo donde el crimen es una anomalía que puede corregirse. Aprender al criminal significa acabar con el mal. Sin embargo, después de la Primera Guerra Mundial el orden de cosas se trastoca: con la crisis económica imperante, la corrupción y el crimen se vuelven parte sustancial del sistema, su resultado y no un accidente. Hace falta otro tipo de investigador para enfrentar este nuevo orden tan parecido al caos.
En 1930 se publica El halcón maltes de Dashiell Hammett, novela protagonizada por Sam Spade, el Satanás rubio, un tipo solitario, desencantado de la vida, con un código de ética personal al margen de la sociedad corrompida a la que pertenece. Asistimos al nacimiento de un nuevo enfoque en la narrativa de detección. Influido por el realismo negro estadounidense, el detective de Hammett deja atrás el optimismo positivista de sus antecesores.
Las habilidades de Spade incluyen la capacidad de dejar inconsciente a un hombre con un golpe, allanar departamentos y mentir con descaro. En esto se centra la característica definitoria del detective: en este nuevo mundo la lógica y la psicología de nada sirven sin la dosis requerida de astucia y malos modos. El método tampoco es ortodoxo, consiste en arrojar, violenta e impredeciblemente, una barra de hierro en medio de la maquinaria para hacerla saltar y ver qué sucede.
En los casos resueltos por Dupin, Holmes o el padre Brown vemos que es posible que los criminales utilicen su inteligencia con fines “equivocados”; Spade, por el contrario, hace uso de la violencia y el engaño para fines “correctos”. Lo bueno y lo malo no se definen aquí por los medios empleados o por el camino seguido, sino por los resultados. Será lo correcto siempre y cuando al final se haga justicia. Quien quiere el fin, quiere los medios, dice, y la finalidad es desarticular, al menos en parte, la maquinaria criminal.
Con Raymond Chandler y la creación de Philip Marlowe llegamos a la consolidación de la figura del detective duro. Su presentación oficial es El sueño eterno, publicada en 1939, a la que siguen siete novelas más. Chandler nos muestra a un ser que se cuestionan sus obligaciones en un mundo corrompido. Estas circunstancias hacen más difícil la tarea del investigador. No soy Sherlock Holmes o Philo Vance. No espero ir a un terreno que ha sido ya cubierto por la policía, recoger la punta de una pluma rota y convertir eso en un caso, dice.
Marlowe es valeroso y honesto, el ideal del detective integro. Su interés es llegar al fondo de las cosas. Sabe que lo correcto es saltar a la cloaca, si es necesario, y hacer una limpieza profunda, en un intento por rescatar cualquier rasgo de bondad que aún no haya sido contaminado. Sabe que la integridad no es una cuestión institucional, porque las instituciones policiacas ya han sido corrompidas. Debe hacerlo a su manera, aunque eso implique quebrantar algunas reglas.
Faltan algunos nombres: Hércules Poirot, Ellery Queen y el comisario Maigret, por ejemplo, pero es imposible abarcarlos a todos. Basten los dichos para percatarnos que existen tres formas de atrapar al asesino: el método deductivo, limpiamente racional, basado en pistas e indicios; la pesquisa psicológica fundada sobre el conocimiento de la condición humana; y la violencia, único recurso posible cuando el mundo se convierte en campo de batalla. Cada detective elige el que más le conviene o hace una versión personal con la mezcla adecuada para sus circunstancias.
En México, los detectives inician sus investigaciones un siglo después que sus homólogos sajones. La década de los cuarenta marca el inicio de las pesquisas. Máximo Roldan y Teódulo Batanes son los primeros sabuesos mexicanos. Comparten el año de nacimiento: 1946. Aprendieron las técnicas empleadas por gringos e ingleses, pero les dieron un toque nacional.
Roldán, protagonista de los relatos de Antonio Helú en La obligación de asesinar, “presta sus servicios” a la policía para descubrir atentados, desenmascarar asesinos y atrapar ladrones. Emplea el método psicológico. Podría aseverar, junto al comisario Maigret, que revelan más las reacciones de alguien frente a una afirmación, que sus respuestas a una pregunta específica. Es experto en sacar la sopa, diría él mismo en su lenguaje coloquial, mete hilo para sacar hebra y así se entera de lo necesario para resolver el crimen. Aunque utiliza estrategias y métodos deductivos dignos de Sherlock Holmes y Philo Vance, Roldan es descendiente de Arsenio Lupin, el ladrón creado por Maurice Leblanc: Se interesa en aprehender a los delincuentes, no por un sentido de justicia, sino para apoderarse del botín.
En las cuatro historias protagonizadas por don Teódulo Batanes, Rafael Bernal sigue los pasos de Chesterton. El antropólogo asiste a los crímenes por mera casualidad. No es la inteligencia lo que pone a Batanes tras la pista del asesino, sino su capacidad de escuchar lo que las personas quieren decir y fijarse en detalles aparentemente insignificantes. El antropólogo mexicano, lo mismo que el sacerdote inglés, se considera un instrumento de Dios, pero con un objetivo más modesto: Brown intenta salvar el alma del criminal, Batanes sólo busca que se haga justicia. La variante en las historias de Bernal es que existe siempre la posibilidad de que el crimen quede impune o paguen justos por pecadores.
A esta primera generación de detectives mexicanos pertenecen también Péter Pérez, parodia de Skerlock Holmes, creado por Pepe Martínez de la Vega; Armando H. Zozaya, de María Elvira Bermúdez, y Chucho Cardenas, cuyas historias fueron firmadas por Leo D’Olmo; estos últimos, reporteros aficionados a resolver casos criminales. El rasgo común de esta generación es el sentido del humor con el que miran las peculiaridades del sistema mexicano. Son personajes optimistas, tienen fe en que las cosas mejoren, en que el orden social pueda ser restablecido.
La segunda generación también se inicia con un personaje de Rafael Bernal, Filiberto García en El complot mongol, publicado en 1969, año en que la fe en el buen funcionamiento del sistema mexicano ya no es tanta. Empieza a sentirse la influencia de Sam Spade y Philiph Marlow, la presencia del desencanto. Más que un policía, Filiberto es un matón a sueldo, no tiene la preparación de los gringos, no lo han enseñado a matar, a los policías mexicanos los contratan porque ya saben, dice. El método empleado es la violencia.
En esta misma tesitura está Héctor Belascoaran Shayne, de Paco Ignacio Taibo II, que inicia sus pesquisas en 1976 con la publicación de Días de combate. Le siguen Ifigenio Causel de Rafael Ramírez Heredia y Vicente Camacho de José Zamora; que hicieron sus primeras apariciones públicas en 1979, con Trampa de metal y El collar de Jessika Rockson, respectivamente.
Esta segunda generación, nacida después de los movimientos del 68 y 71, muestra un país en el que ni siquiera los investigadores de novela son capaces de encontrar algo a lo que pueda llamarse orden social. Siguen la técnica de los detectives duros: rompen algunas reglas y se arrojan, como barras de hierro, contra la maquinaria, pero lejos de hacer saltar el sistema en pedazos son expulsados de él como piezas sobrantes; y el mal, convertido en sistema, sigue su curso.