viernes, 4 de marzo de 2016

Todos tenemos miedo de morir

En 2010, recién desempacada en Acapulco, me pidieron para una revista que hiciera un recuento de la violencia en la ciudad. Para hacerlo hablé con algunos amigos reporteros que estaban mejor enterados que yo de cómo estaba la cosa. Hoy reencontré el texto que no me dijeron entonces si se publicó y tampoco pregunté. La guerra contra el narco llevaba entonces cuatro años. Han pasado otros seis de los que ya no he llevado la cuenta. Como habitante de la ciudad me parece que ahora tenemos menos miedo que el que sentíamos entonces, pero no me parece que las cosas hayan mejorado, sino que de alguna manera extraña nos fuimos acostumbrando a seguir con nuestras vidas en medio de todo el caos. Volvimos a salir a las calles, a los bares, retomamos la vida... porque como escuché decir a una señora en un taxi colectivo en aquel entonces, mientras esperábamos que la tránsito vehicular volviera a la normalidad después de un tiroteo, "uno quisiera quedarse encerrado en su casa, pero a ver, hay que llegar al trabajo". Les comparto ahora, seis años después, este escrito que me recuerda el miedo sentía:

Acapulco: Todos tenemos miedo de morir

La noche del sábado 17 de abril de 2010, algunos reporteros y fotógrafos de la fuente policial acapulqueña coincidieron en un pequeño bar del centro, cerca del zócalo porteño. El calor justificaba las cervezas frías. El tema inevitable: la ola de violencia que se había desatado en Acapulco. 
El crimen organizado dejó en el municipio, según reportes oficiales, 52 muertos durante el primer trimestre de 2010. Los reporteros consideraron que era una cifra tibia, pero ninguno se planteaba la posibilidad de investigar. 
–Todos tenemos miedo de morirnos –dijo uno de ellos–, tenemos miedo. –Repitió y clavó la mirada en su vaso de cerveza. Una mirada acuosa, asustada. 
No era para menos, en las últimas semanas todos los reporteros encargados de la fuente policial de los diarios locales, algunos corresponsales de periódicos nacionales y varios fotógrafos de agencias habían sido amenazados.
–No sabemos quién llama. –Dijo una periodista– No llaman a las redacciones, sino a nuestros celulares, nos dicen que saben dónde vivimos, que tienen localizadas a nuestras familias, y que si seguimos publicando nos van a partir la madre a nosotros, pero antes a nuestros familiares. 
–Por eso mejor bebo para olvidarme un rato de lo que puede pasar –dijo otro más, un poco en broma. Pero no logró completar la sonrisa. 
Pertenecían a distintos medios, pero daban la impresión de ser parte de un batallón en receso preparándose para la siguiente contienda. 
Me contaron que en algunos diarios se había tomado la decisión de mandar a los titulares de la fuente policiaca de vacaciones y rotarla entre los otros reporteros, o de plano esperar el boletín oficial para no correr riesgos. Las notas se firmaban con seudónimo o era la redacción del diario la que se hacía responsable de la publicación. Por eso mismo, pidieron anonimato para hablar de su experiencia, los que no hablaron de miedo, argumentaron que sus medios prohibían que su nombre apareciera en otras publicaciones.
En algunos casos la experiencia incluía conversaciones con supuestos agentes federales que solicitaron que una determinada foto o información no se publicara. 
–Les hacemos caso. Para saber si de veras son lo que dicen o de dónde vienen. ¿Para qué me arriesgo? –Dijo un fotógrafo, quien el miércoles 14 de abril de 2010, después de un tiroteo en la costera, recibió la visita de unos presuntos agentes que le pidieron que omitiera la imagen de los civiles muertos en el enfrentamiento. Sus armas son persuasivas.
–Me encañonaron y todo. –Sonríe nervioso antes de beber un trago de su cerveza oscura.
Sonó la alerta de un radio. En el fraccionamiento Las Playas estaban quemando coches. Avisaron a los bomberos, cuando estos llegaron un grupo de hombres armados evitó que se acercaran al lugar. Reporteros y fotógrafos se miraron. Era como si sus miradas dijeran a coro: “Todos tenemos miedo de morirnos”. 

Guerra en el paraíso
En el 2005 a los acapulqueños les parecía impensable que pudieran ser testigos de un tiroteo. Ahora, las ejecuciones, enfrentamientos y granadazos se han vuelto parte de la vida cotidiana en el llamado Paraíso de América. 
Ya entonces se sabía que el puerto era territorio del Cartel de Sinaloa y estaba operado por Arturo Beltrán Leyva, el jefe de jefes, y Edgar Valdez Villarreal, La Barbie, quienes controlaban, respectivamente, la distribución de droga en el puerto y las actividades de Los pelones, grupo armado al servicio de esta corporación delictiva; sin embargo, sus actividades pasaban desapercibidas para el común de la población. 
La primera señal de que Acapulco iba a dejar de ser un paraíso fue el asesinato de Julio Carlos Soto López, subdirector de la Policía Investigadora Ministerial, la madrugada del 2 de agosto de 2005, al salir de un restaurante de la Avenida Costera, en plena zona Dorada. 
Soto López llevaba tres meses en el cargo, antes de eso había sido subdirector de la Policía Judicial de Morelos durante el periodo en que esta corporación fue dirigida por Agustín Montiel López, actualmente condenado a 33 años de prisión en el penal de Almoloya de Juárez, acusado de brindar protección a Narcotraficantes. 
El asesinato del subdirector de la Policía Investigadora Ministerial, se dijo, fue un ajuste de cuentas perpetrado por los Zetas, entonces brazo armado del Cartel del Golfo, en venganza por haber permitido la huida Joaquín Guzmán Loera, alias el Chapo, líder del Cártel de Sinaloa, durante el cateo de una casa de seguridad ubicada en el Fraccionamiento Cima-las Brisas, realizado el 31 de julio de ese mismo año, a cambio de 500 mil dólares. Luego se supo que Antonio Ezequiel Cárdenas Guillén, mejor conocido como Tony Tormenta, hermano de Osiel Cárdenas, enviaba con esto un mensaje a la gente del Chapo: El cartel del Golfo empezaba la pugna por la plaza. 
En los meses siguientes Acapulco fue testigo de varias ejecuciones. En distintos puntos de la ciudad se encontraron cadáveres mutilados. El gobernador del estado, Zeferino Torreblanca Galindo, solicitó que se incluyera a Guerrero en el programa México Seguro, emprendido por el entonces presidente Vicente Fox, que consistía en el reforzamiento de la seguridad pública con elementos de la milicia y la policía federal.
El 10 de diciembre de 2005, Heriberto Salmas, Secretario de Seguridad Pública y Protección Ciudadana de Guerrero, advirtió que los enfrentamientos entre bandas de narcotraficantes podrían recrudecerse, también dijo que la ciudadanía no tenía de qué preocuparse porque se estaban tomando las medidas necesarias para hacer frente a la situación: elementos de la Procuraduría General de Justicia del Estado estaban siendo capacitados por el FBI.
La intensificación de los enfrentamientos no se hizo esperar. El 24 de enero de 2006 fueron arrojadas dos granadas a una narcotienda ubicada en la zona roja de Acapulco dejando un saldo de dos muertos. Pero el acto que abrió definitivamente la puerta a la violencia en el puerto se dio el 27 de enero: Un enfrentamiento entre la policía preventiva de Acapulco y falsos agentes federales ocurrido a las 2:20 de la tarde frente a la iglesia de La Garita. Por primera vez Acapulco era testigo de un tiroteo que ponía en riesgo a la sociedad civil. 
En la persecución, preventivos y sicarios pasaron por el interior de la iglesia y por las calles aledañas a este recinto, en las que se ubican tres planteles educativos. Fueron 40 minutos de balazos; hubo un despliegue de más de cien elementos entre militares, policías federales, estatales y municipales; murieron cuatro sicarios y el director operativo de la Policía Preventiva, Pablo Rodríguez de la Cruz; resultaron heridos otros cuatro policías y dos civiles; tres narcotraficantes más fueron detenidos. Se comprobó que los narcotraficantes portaban credenciales falsas de la Agencia Federal de Investigaciones.
La Procuraduría General de la República identificó a una de las cuatro personas muertas como Carlos Esteban Landeros Sánchez, “el tercer hombre más importante en el Cártel de Sinaloa”, se dijo. 
El 18 de marzo de 2006 se reconoció de manera oficial la pugna entre estos grupos del crimen organizado. El cártel de Sinaloa, con sede en la costa del pacífico, enfrentaba el desafío del cártel del Golfo, con sede en Matamoros: “Se están peleando las plazas”, dijo Daniel Cabeza de Vaca, entonces titular de la Procuraduría General de la República.
La pelea dejó en Acapulco un saldo, según reportes oficiales, de 113 personas asesinadas durante el 2006, incluyendo el homicidio del abogado Jesús Napoleón Guevara a unos pasos de la Unidad Mixta de Atención al Narcomenudeo y de un módulo de la Policía Preventiva de la ciudad. 
En 2001, Guevara fue destituido como contralor interno de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Guerrero por su implicación en la liberación de presuntos narcotraficantes, y al momento de ser asesinado tenía a su cargo la defensa de nueve elementos del cártel de Sinaloa aprendidos ese año en Zihuatanejo.
El 2007 inició con un mensaje para las corporaciones policiacas: No se metan. La primera advertencia fueron los levantamientos de policías que luego aparecían decapitados. Pero por si quedaba duda del mensaje, el martes 6 de febrero de ese año, dos comandos con indumentaria militar llegaron a las oficinas de la fiscalía ubicadas en la colonia Emiliano Zapata y Ciudad Renacimiento. Los supuestos militares fingieron realizar una revisión de armas, cuando los policías entregaron sus pistolas fueron acribillados. Murieron cinco agentes estatales y dos secretarias.
A lo largo de este año se sumaron 61 muertos. Los reportes oficiales celebraban el descenso de homicidios relacionados con el crimen organizado en comparación con el 2006, pero no era más que el retroceso que precede el repunte de la ola.

Cosecha roja
El 21 de enero de 2008, el ejército mexicano detuvo al Mochobo en Sinaloa, los hermanos Beltrán Leyva culparon al Chapo Guzmán por esta captura, lo que significó una ruptura al interior del Cártel de Sinaloa. Esta escisión se dejó sentir en Acapulco. Los Beltrán Leyva, constituidos como un cártel independiente entraron a la pugna por la plaza. 
Para contrarrestar el poder de los hermanos Beltrán Leyva, el Cártel de Sinaloa estableció alianzas con el grupo conocido como La Familia Michoacana y con sus antiguos rivales, el Cártel del Golfo, para conformar la llamada Nueva Federación. Inconformes con estas alianzas, en marzo de 2008, los Zetas se desligaron del Cártel del Golfo para constituirse en un Cártel autónomo. Este reacomodo significó 80 muertes en Acapulco a lo largo del 2008, y 194 durante el 2009. 
El episodio más violento de esta guerra durante el 2009 tuvo lugar en Caleta, cerca de la Plaza de Toros Caletilla, corazón del Acapulco Tradicional, entre la noche del sábado 6 y el domingo 7 de junio. Durante cuatro horas, primero el ejército y luego los federales se enfrentaron a un grupo de sicarios, después de que los militares recibieron una pista sobre la presencia de los pistoleros del Cártel de los Beltrán Leyva en una casa de esa zona hotelera.
Los pistoleros abrieron fuego contra los soldados usando fusiles y granadas. Allí murieron 16 narcotraficantes, dos militares y dos civiles que quedaron atrapados en el fuego cruzado. En el lugar se encontraron a cuatro hombres atados que dijeron ser policías ministeriales y haber sido secuestrados por los Zetas, uno de ellos era Ricardo Reza García, reconocido como exjudicial al servicio del Cártel de Sinaloa.
Otro hecho significativo en la recomposición de los cárteles fue la muerte de Marcos Arturo Beltrán Leyva, El Jefe de Jefes, el 16 de diciembre del 2009, en un enfrentamiento con la marina en Cuernavaca. Con esto se inició una pugna entre Edgar Valdez Villarreal, La Barbie; y Héctor Beltrán Leyva, El H, hermano del fallecido capo, por ocupar su lugar en las plazas de Morelos y Guerrero. El 20 de diciembre de 2009 El Güero Huetamo, lugarteniente de La Barbie, convocó en Acapulco a vendedores de droga y a varios pistoleros para informarles que desde ese momento la plaza estaba a cargo de Édgar Valdez, y les dio instrucciones para impedir la entrada de Héctor Beltrán, El H.
Ese episodio marcó el comienzo de una serie de ejecuciones los primeros meses del 2010 que se coronaron con la jornada de violencia ocurrida entre el 13 y 14 de marzo. El primer hecho delictivo ocurrió el sábado 13 a las 2:30 de la madrugada, en la comunidad de Tuncingo a la salida del puerto y hacia la región de la Costa Chica del estado; seis policías municipales fueron asesinados cuando hacía recorridos de vigilancia. A ocho kilómetros de ahí, en el crucero del poblado de Tres Palos, a las 4:42 horas, fueron encontrados cinco cadáveres, dos de ellos decapitados. Menos de diez minutos después, en la avenida Escénica, en el mirador de Brisas del Marqués, fueron localizados dos cuerpos más, atados de manos y también decapitados. Finalmente, a las 6:33 horas, un hombre asesinado a balazos fue encontrado en el bulevar Lázaro Cárdenas, en la colonia Las Cruces.
El domingo 14 las ejecuciones comenzaron a las 3:30 de la mañana, un grupo de unos 30 sicarios, según testigos, acribillaron a cuatro narcomenudistas en la colonia El Morro; A las 5:45 horas, un grupo de sicarios vestidos con playeras de la PGR y chalecos portacartuchos, a bordo de 15 camionetas, fueron interceptados por otro comando armado en el bulevar Vicente Guerrero a la altura de la clínica 26 del IMSS. Al lugar acudió la policía ministerial. Murieron 8 sicarios, un policía y una mujer de 23 años que viajaba a bordo de un taxi y recibió una bala perdida. 
El lunes se supo que los cadáveres se siguieron acumulando hasta sumar 32 sólo en ese fin de semana. De lo que no se habló fue de las llamadas recibidas en las comandancias avisando a los policías que no intervinieran: “No se metan, estamos limpiando la plaza”, fue el mensaje en todos los casos.
Exactamente un mes después, el miércoles 14 de abril de 2010, se suscitó un nuevo enfrentamiento. Poco después de las 3 de la tarde, en plena costera Miguel Alemán, frente a los hoteles Playa Suits y Hacienda María Eugenia, un grupo de sicarios, pertenecientes al Cártel de los Beltrán Leyva, a bordo de una camioneta, interceptó y acribilló a un abogado cuya identidad no fue revelada. El tiroteo provocó una carambola de 13 vehículos que se impactaron entre sí al intentar alejarse de los disparos.
Hasta el lugar llegaron efectivos de la Policía Federal que se enfrentaron con los pistoleros. Murió el abogado, su chofer y un agente federal. Como saldo civil fallecieron una mujer de 32 años y sus dos hijos, de 11 y 8 años de edad, al quedar atrapados en el fuego cruzado entre sicarios y policías federales. La camioneta en la que viajaban recibió 50 impactos de bala. También falleció un taxista. Hubo cuatro civiles más heridos, dos de ellos turistas provenientes del Distrito Federal. 

El olor del miedo
Resulta difícil contabilizar el número de muertos. Casi diariamente se reporta el hallazgo de cadáveres a causa de levantones, ajusticiamientos o tiroteos. Las autoridades llaman a mantener la calma. El 19 de abril de 2010, el alcalde de Acapulco, Manuel Añorve Baños, aseguró que este puerto no llegaría a la situación de Cuernavaca en el sentido de un toque de queda. 
Sin embargo, la población se mantenía pendiente de los correos electrónicos y hojas volantes pegadas en los postes que anunciaban “limpias”. En esos días las calles permanecían vacías. Era difícil no tener miedo. La violencia se volvió parte de la agenda pública, de las conversaciones cotidianas: En la última quincena de abril de 2010 acribillaron a un militar en la colonia Mozimba, y a un marino en Ciudad Renacimiento. 
Los cadáveres mutilados seguían apareciendo. El 24 de abril de 2010 hallaron en una casa del kilómetro 30 a tres hombres descuartizados y con ellos un mensaje: “Esto les pasó por apoyar a Aldo Ramos Cruz El Mortal, Israel Meza alias el Rayito, Nicasio Arizmedi Díaz alias el Cacho, estos sicarios son los que mataron a gente inocente en la Diana”. 
La confianza en las corporaciones encargadas de la seguridad pública, de por sí precaría, cayó en picada. El martes 27 de abril de 2010, en un operativo de la marina, detuvieron a 25 policías preventivos municipales, entre ellos un jefe operativo y comandantes de sector, acusados de venta de droga. Una muestra de que el narcotráfico permea una gran parte de la estructura social. Y como dijo Juan María Larequi Radilla al asumir la dirigencia del partido Convenrgencia en Acapulco, el 18 de abril de 2010, había un “maldito miedo” expandiéndose en las calles.
Pero no sólo los reporteros y la sociedad civil tenían temores. También los policías. En una conferencia de prensa, el secretario de Seguridad Pública y Protección Civil de Acapulco, Héctor Paulino Vargas López, al ser cuestionado sobre la posible intervención de la corporación a su cargo en caso de una nueva balacera, respondió: “No, no, cómo vamos a intervenir si están peleándose; sencillamente deténgase usted ahí, métase en medio y a ver qué le pasa.”
Esto me recordó las declaraciones del gobernador del estado Zeferino Torreblanca Galindo a un año de haber asumido el mandato, cuando en una rueda de prensa ofrecida después de la matanza de la garita, en lo que algunos calificaron de irresponsable pero otros como un arranque de franqueza, dijo: “Ni quiero, ni puedo, ni tengo con qué combatir el narcotráfico”.
Tal vez si les hubieran preguntado al secretario de seguridad pública y el gobernador el porqué de sus declaraciones, dirían lo mismo que el reportero de policiaca: “Todos tenemos miedo de morirnos”.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Acapulco dealer

Turistas que impúdicamente toman fotografías de un ejecutado para guardarlas como recuerdos de su viaje a Acapulco, un ex alcalde canadiense que refrenda sus votos de amor en La Quebrada, una madre y sus hijos a quienes la violencia toca en forma de ráfaga de cuernos de chivo en plena Costera, sicarios metidos a documentalistas subiendo sus torturas a YouTube, ex policías apodados La Maña encargados de cobrar a los comerciantes el derecho de piso, y por supuesto, un Acapulco dealer, son algunos de los personajes por medio de los cuales David Espino nos cuenta el proceso de degradación que ha vivido este puerto a lo largo de los últimos años, o más precisamente, en el último sexenio.
Todos hemos sido testigos, aunque sea de lejitos, pero nunca tan lejos como lo desearíamos, de cómo la bahía de Santa Lucía se fue llenando de sangre, de miembros cercenados y de miedo. La guerra contra el narco, o mejor dicho, el enfrentamiento de los cárteles por esta plaza, o más precisamente aquella balacera en La Garita a partir de la cual  la violencia corrió como el hilo de naylón de una media barata, ha marcado nuestra historia. ¿Antes o después de La Garita?, podríamos preguntar ahora para darnos una idea del tiempo en que ocurrieron las cosas. ¿Antes? Antes del 2006, enero. ¿Mucho antes? Ni siquiera había llagado a Acapulco Tony Tormenta, el del Cártel del Golfo, a pelearle la plaza a los de Sinaloa. Entonces iniciaba el siglo.
Las tragedias nos marcan aunque sean ajenas, definen nuestra historia aunque sólo creamos ser testigos, porque nos recuerdan nuestra vulnerabilidad, y aquella balacera en enero del 2006 nos hizo sentir a todos vulnerados. Me parece poco probable que a quienes nos tocó vivir este tiempo y espacio podamos olvidarla. Pero más allá del número de muertos, de los detalles divulgados o imaginados de las ejecuciones que nos aterrorizan, es la incertidumbre la que fermenta el miedo. No sabemos qué es lo que está pasando. La única manera de controlar el miedo es buscar poseer alguna certeza, por pequeña que sea y aunque no nos agrade.
He aquí la importancia de este libro. Nos ayuda a reconstruir nuestra historia reciente, a entender lo que nos está pasando, el porqué de los muertos, el cierre de algunos negocios y la apertura sorpresiva de otros tantos, las casa en venta. Nos ayuda a encontrar una cierta lógica, por terrible que sea, de los acontecimientos que se precipitan a nuestro alrededor, más cerca de lo que quisiéramos. Quizá la última certeza, la única certeza que buscábamos, era decir “venían por ellos, no por mí”, “tenían razones para buscarlo, yo –aún- estoy a salvo”. Pero llega un momento en que esa certeza tan precaria no nos es suficiente, porque resulta que ya todos tenemos un hermano al que han encañonado; un vecino con el que jugábamos de niños que amaneció muerto, destazado; una amiga que cuida a su marido en el hospital porque quedó en medio de un tiroteo entre policías y un grupo armado. Es entonces cuando tenemos la certeza, cómo dice Espino en Un pueblo de paso, de estar solos “en medio de la vorágine”.
Sí estamos solos, porque nuestras instituciones nos han abandonado. Quizá todos, en todos los niveles de gobierno, excepto Calderón piensen lo mismo, aunque sólo Zeferino se atrevió a decirlo en voz alta cuando le preguntaron si iba a hacer algo contra el narcotráfico, tal vez no fueron sus palabras exactas, pero así aparecieron en los diarios: “No puedo ni quiero”. Pero el que pudo y quiso, porque estaba bien resguardado por el estado mayor presidencial y se nombra jefe de las fuerzas armadas por seis años, el que pudo y quiso abrir la caja de pandora, nos deja ahora este mundo, nuestro mundo, acechado por el mal y sin el respaldo de un sistema de justicia confiable. Cada vez hay más muertos, cito a David Espino “metidos al saco con la etiqueta: En algo andarían”.
Y es que no queremos, y esto incluye a peritos, agentes del MP, policías, magistrados, que también son humanos, pensar que la muerte violenta es algo que le puede pasar a cualquiera, no queremos nombrar lo que pasa, por temor a invocarlo, por eso, dice David Espino: “El eufemismo se ha hecho el recurso más recurrente para referirse a los sicarios al servicio del narcotráfico o a los narcos mismos. Los malos, los malandrines, dice la gente sin despegar mucho los labios, aun en sus casas, por temor a que quien vaya pasando sea uno de ellos. Ya no se sabe. Incluso los funcionarios municipales, de seguridad y de orden público, prefieren guardar silencio”.
Pero no sólo Acapulco está presente, David espino también nos cuenta la transformación de Chilpancingo de pueblo de paso a tierra de asesinatos seriales, ejecuciones sumarias, levantones y descuartizados. Nos habla del silencio y el miedo reproduciéndose en San Luis la Loma luego del asesinato de la familia de Rubén El Nene Granados Vargas. Nos relata cómo los municipios de la Tierra Caliente se fueron llenando de trocas y enfrentamientos.
Pero no todo es tristura y no todo es miedo: quizá mi crónica favorita es la que nos permite tener un poco de esperanza: Abrazos contra la narcoviolencia, se llama y nos cuenta de un grupo de personas que se ponen de acuerdo para salir a la Plaza Cívica en Chilpancingo a repartir abrazos. “Es un modo de responder a tanta violencia. Esta debe ser la otra cara de la realidad del país y del estado. Ante la violencia, el afecto que tanta falta nos hace”.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Negras intenciones o ¿de qué sirve la literatura policiaca?


El día que me entregaron el ejemplar de Negras intenciones. Antología del género negro, publicado por editorial Jus, leí un tuit que preguntaba: ¿a quién le sirve otra novela sobre el narco?
Vi junto a la computadora el volumen de pastas negras, con una pistola con punta de estilográfica en la portada, y no pude evitar parafrasear la pregunta: ¿a quién le sirve otro cuento, otros quince cuentos sobre la violencia en México?
Es común que en las presentaciones de libros de este tipo la gente cuestione: ¿por qué hablar de la violencia si ya la vemos todos los días en la vida real, si de ella están llenos los periódicos y los noticiarios? ¿Por qué leerla?
Leo literatura negra porque me gusta, por eso me entusiasmó la invitación a presentar esta antología dentro del Tercer Encuentro de Escritores del Pacífico, pero quizá, y digo quizá, el gusto no es razón suficiente, sobre todo si tengo que convencer a los demás de leer estas historias, y digo convencer, porque de verdad vale la pena leerlas.
Aseguran los que saben, y me refiero a investigadores que han hecho estudios sobre consumo cultural, que la gente lee historias policiacas, negras, de detectives o como quieran llamarlas, por dos razones: una, para evadirse de una vida monótona; y dos, para descifrar su realidad. Negras intenciones puede ser útil para ambos propósitos.
Por ejemplo, el cuento con el que inicia la antología, titulado “Detrás del negro”, nos atrapa con su aparente recuperación de la estructura del relato clásico de detectives: El investigador privado, Sunny Pascual, es contratado, no para resolver, sino para impedir un asesinato.
No falta el tiroteo entre el sabueso mercenario que protege a un cantante y los guaruras de un narco, sólo para descubrir que todos los que tienen el dinero para contratar seguridad privada están del mismo bando. El cuento nos sirve, y digo nos sirve contestando a la pregunta del principio, para darnos cuenta de que en este país hay crímenes peores que los que se cometen con un arma en la mano.
En este libro hay de todo como en botica, están presentes todas las recetas estructurales que desde Allan Poe hasta Paul Auster y James Ellroy han construido el género (o subgénero para no ofender a los puristas). Hay historias lineales y juegos temporales; hay cadáveres y balazos; y a veces hasta ganas de descubrir a la asesino; y digo a veces porque en estos relatos sucede lo que con la justicia mexicana: también hay quien prefiere hacerse de la vista gorda.
Hay principios que pueden servir en los talleres literarios como ejemplo de cómo comenzar una historia: “Quince minutos antes de que su cabeza volara en pedazos por un escopetazo, el policía auxiliar Ceferino Martínez, El Oaxaca, terminó el último rondín de la noche”, dice BEF en su cuento Gorilas, como una muestra de la pericia narrativa que lo llevo a obtener el premio Otra vuelta de tuerca con su novela Tiempo de Alacranes.
Hay personajes complejos como la anciana invalida -en Al fondo del baúl, escrito por Edgar Omar Avilés-, que cita en su casa a un reportero para contarle que “Sí […]: estuve muy cerca de un crimen monstruoso”, y a partir de esa frase, como una nueva Sherezada, va hilando historias que nunca queda claro si son producto de su imaginación o pasaron en realidad, pero encantan con la dosis de morbo necesaria.
Personajes entrañables como el albañil -en El disparate de Orlando Ortiz- que asalta un banco para darle gustos caros a la jovencita con la que anda; y personajes perversos como el policía -en El antojo de J.M. Servín- que decide dejarse llevar por el impulso de acariciarle las piernas a un cadáver.
Hay cuentos que se parecen mucho a un reportaje, como Amores azucarados de Yolanda de la Torre -única mujer antologada-, basado en un el caso del Caníbal de la Guerrero, pero contado desde la perspectiva de la víctima. Hay cuentos que se parecen a una película que ya vimos, como Pistoleros famosos de Paul Medrano -único guerrerense de la antología-, pero que resulta distinta porque la víctima del principio resultó que no era buena gente.
Hay cuentos que más allá de las rubias platinadas en peligro, los cadáveres flotando en la alberca, los policías corruptos, los bármanes metidos a detectives, pertenecen no sólo al género negro, sino a la literatura sin adjetivos, porque construyen un universo entre sus páginas, como El último grito de Tarzán, de Benito Taibo, con el que se cierra esta antología.
En este libro conviven todos los elementos que conforman la literatura policiaca, el género negro, hay acción y suspenso, pero sobre todo, hay un universo que se construye a través de quince miradas, quince historias que nos sirven para repensar el mundo en que vivimos.